Estamos desesperados, ahogándonos en un mar, llenándonos la boca de sal, la nariz de algas... y aún así queremos dividir todo ese agua con redes invisibles. Nos diferenciamos de nosotros mismos, y de nuestros prójimos. De nosotros ayer, del otro hoy. Pero estamos repletos, inundados, nadando al inminente fin de ser suelo, compost de la tierra.
Construimos barcos de egos y queremos pescar felicidades como si fueran propias, como si fueran eternas. Moralizamos y decimos que todos están locos, que ellos están locos, que están demasiado desequilibrados, que están, que no están. Aparecen algunos que quieren estar en armonía con todo, profesan esa realidad, hermosa condición humana, sin embargo siguen tejiendo redes, lanzándolas a ese mar.
Somos lo mismo, lo que decimos que vemos, lo somos tambien. Abrazamos a alguien, le damos un consejo, lo lastimamos... hacemos todo eso con el otro como si fuera otro. Sin pensar que es uno mismo a quien estamos erosionando.
Cambiamos todo el tiempo, el agua nunca es igual; entonces ¿porqué estamos de quejas por ver al otro modificarse para ser mejor, para lograr otros objetivos, para superarse a si mismo, para moverse con la marea?
Lo único real en nuestras emociones son el miedo y el amor; todo lo demas es derivado de ambos. Tener miedo a amar es una real contradicción. Es una eterna contradicción, y la tenemos todos. Solo hay que saber mirar: cada acción negativa de una persona hacia otra (osea a si mismo) es causada por el miedo a amar algo. Amar es sentirse libre. Miedo a la libertad. ¿De verdad?
No está tan bueno estar en armonía con todo lo que a uno lo rodea, porque hay tanto pelotudo suelto... Pero tampoco vale la pena ponerse a sacar cuentas en qué somos diferentes entre nosotros; porque es querer hacer un redondel en un papel con una fuente para horno. Inútil.
Al pedo... si al fin y al cabo... el tiempo es relativo, la existencia de Einstein es relativa y, vos y yo, nos vamos a morir. ¿Perder el tiempo? Es relativo.
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