Asi, sentados en dos hamacas. Charlando, los muchachos, de la vida. Se iban poniendo de acuerdo sobre cómo se iban a dar las cosas: que nadie sabe qué va a pasar, que nada está escrito, que hay infinitos grises, que hay millones de posibilidades, y con ellas otras tantas respuestas a sus eternas preguntas. Que se puede amar en libertad, que la libertad es en el alma, que todos tenemos razón. Porque son nuestras razones. Reconocieron sus errores, se lo dijeron al viento y dejaron que se llevara, éste, todas las perezas y todas sus promesas silenciosas. Intercambiaron soluciones, pero comprendieron que la procesión va por dentro. Todo se soluciona desde el interior, la purga la hace solo quien siente y resiste sus adversidades. Que todas las decisiones en conjunto forman la realidad y que, dependiendo de cualquier persona, suceden cosas horribles y de ellas puede salir algo hermoso: como ese momento. Sentados, bajo la sobra de luz que emanaba la luna en la plaza. Bajo el cinturón de Orión. Escuchando la música de las cadenas que sostienen las hamacas, silbado las notas. Girando y sonriendo en silencio. Diciéndose todo con la mirada. Con el idioma del corazón.
Caminaban, pegados, con las manos en los bolsillos, mirando para abajo. Fumando algún cigarrillo. Algo los atrae, tal vez un pequeñísimo imán. Tan diminuto que ellos intuitivamente detectaron. Y fueron hacia allí. Se acercaron, amigablemente. Se contaron todo lo que el tiempo les dio. Se plantearon la paciencia y la acción, una cada uno.
¡Qué maravilloso acto del universo cuando dos personas se encuentran en tan extraña circunstancia!
¿Cuántos planetas han de alinearse para que todo siga su curso, sin girar y sin volver?
Que llegue el año nuevo, pero que lo que viene, nunca sea igual que ayer, siempre sea mas que hoy.
Nunca parar, siempre aprender.
Para cerrar los ojos, alguna vez, y volver a nacer.
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